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El extranjero

Las campanas repicaron una vez más en domingo. Era la señal inequívoca que llamaba a misa. La gente del pueblo, que ya conocía el ritual, poco caso hacía. Como ocurría en gran parte del mundo católico, sólo algunas mujeres, la mayoría ancianas, concurrían, más por costumbre que por convicción. La gente estaba casi totalmente descreída de Dios. Era lógico. De un tiempo a esta parte no dejaban de salir a la luz inmoralidades de todo tipo por parte de aquellos que predicaban moral.Muchos creyentes habían volcado su fe en templos de diferentes denominaciones, arrastrados por la decepción encontrada en la Iglesia de Roma; otros directamente se hicieron ateos.

Había que detener esto lo antes posible. El poder que con diversas maniobras habían recuperado, ahora se estaba perdiendo nuevamente, por lo que se convocó a reunión urgente para tratar este delicado tema.

Hábiles y astutos consejeros propusieron la unión de todas las iglesias, cultos y religiones pactando con sus respectivos guías, que quedarían, según su estrategia, bajo la dirección un gran líder de la moral. Ese líder debía salir, indiscutiblemente, de sus filas. Tendría que hacer creer al mundo que era humilde, generoso, desinteresado, misericordioso. Debía contar con un carisma de bondad irresistible, pero por sobre todas las cosas debía ser fiel y obedecer al régimen de poder que lo sostenía. El método de reconquista estaba en camino. El plan para gobernar absolutamente por sobre todas las regiones de la Tierra, estaba en marcha.

 

Después de un tiempo, la agenda trazada se cumplía meticulosamente, paso por paso, y los resultados no se hicieron esperar. Las distintas denominaciones religiosas y laicas comenzaban a pactar con la Iglesia. El poder del Pontífice romano estaba volviendo a resurgir, como en la Edad Media. El poder del Obispo de Roma hacía ya importante mella en las potencias mundiales de occidente y su influencia se extendía lenta pero inexorablemente hacia el oriente. La mayoría de los habitantes del mundo, hábilmente seducidos, hablaban maravillas de la humildad de este gran líder mundial. Eran incapaces de ver tras bambalinas, pues no analizaban ni investigaban a fondo, y las evidentes contradicciones del tramado plan les pasaban inadvertidas.

 

Pero sucedió que al sábado siguiente, al pueblito donde la gente continuaba con las labores normales para la semana, llegó un hombre extraño. No era habitante de aquel pueblo y nadie lo había visto jamás. 

Era un hombre joven. Sus pies calzaban sandalias de pescador. Su vestido era parecido a una túnica hecha de lino tejido a mano, tan limpio que parecía emitir un leve resplandor que muchos atribuían al reflejo de la luz solar. Sus cabellos lacios, largos hasta los hombros, con una leve ondulación en sus extremos, también brillaban al sol. Su rostro era calmo, llevaba la barba y el bigote unidos, prolijamente recortados.

En una de sus manos sostenía un rollo como de papel antiguo. La serenidad y dulzura de sus ojos llamaban poderosamente la atención.

Todos los que pasaban por la plaza principal del pueblo no podían dejar de observarlo, al punto de que empezó a juntarse mucha gente a su alrededor. Algunos decían que era un pulcro vagabundo. Otros llegaron a decir que era un personaje creado por alguna empresa textil para llamar la atención y brindar publicidad de sus telas. También hablaban que podía ser un actor excéntrico representando un personaje bíblico. Otros que era simplemente un loco.

 

Pero el extranjero esperó pacientemente hasta que se corriera la voz para que todos los habitantes de aquel pueblo acudieran a la plaza para verlo.

Cuando llegó el momento, extendió el rollo que llevaba en su mano derecha y lo leyó a la gente con la seguridad de quien proclama la verdad:

 

“… y se maravilló toda la tierra en pos de la bestia, y adoraron al dragón, porque había dado autoridad a la bestia; y adoraron a la bestia, diciendo: ¿Quién es semejante a la bestia, y quién puede luchar contra ella?”

 

Hizo una breve pausa y continuó…

 

“… Salid de ella, pueblo mío, para que no participéis de sus pecados y para que no recibáis de sus plagas…”

 

Luego de leer esto, levantó su vista y se dirigió a la multitud diciéndoles:

 

“¿Acaso no veis ante quien se está maravillando el mundo? Salid de donde se corrompen los mandamientos del Dios Todopoderoso. No os unáis a ellos mediante pacto... Haced caso de lo que os advirtió la escritura…”

 

Después, sus ojos volvieron al pergamino abierto y siguió leyendo:

 

“También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a éstos evita.

¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!

He aquí, yo vengo pronto, y mi recompensa está conmigo para recompensar a cada uno según sea su obra. Y os lo he dicho ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, creáis.”

 

Cuando acabó de leer, enrolló nuevamente el pergamino y les dijo:

 

“Esto fue escrito hace casi dos mil años, para reprensión a los hombres que habitarían en los últimos días de la Tierra, ¿no estáis viendo esto ahora por todo el mundo?”

 

Parte de la gente que se encontraba reunida allí, los que habían creído que era un actor representando un personaje bíblico dijeron que se había tomado ese papel demasiado en serio y se alejaron de la plaza burlándose de él. Mientras que el grupo de personas que decía que se trataba de un loco, creyó haber acertado con su pronóstico.

“Es nada más que otro loco apocalíptico!”, se decían unos a otros. “¡Dejémoslo aquí! Sigamos con nuestras tareas. Ya hemos perdimos demasiado tiempo escuchándolo.”

 

Y se dispersó la multitud reunida en la plaza casi por completo, sólo quedaron aquellos que podían ver la verdad.

 

Entonces, dirigiéndose a los pocos que aún se habían quedado a escucharlo, les dijo:

 

“Así está escrito: El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él.

No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago. Levantaos, vamos de aquí.”

 

Dicho esto, el hombre joven de vestiduras blancas, se marchó por donde vino…

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